martes, 27 de julio de 2010

Jugar con fuego (el cuento/historia del diablo)

“nunca pensé encontrarme con el diablo, tan vivo y sano como vos y yo”
 David Lebón.   

-¡No juegues con fuego que te vas a quemar! Es una expresión muy común; Pero todos, alguna vez hemos sido chicos, y sabemos qué lindo es. El relato que sigue es un claro ejemplo de lo que puede suceder cuando a uno le gusta “jugar con fuego”.
Sabido es, entre los que me conocen, que me es incómodo sobremanera permanecer solo en mi casa de Buenos Aires, si bien entre esas cuatro paredes me crié, siempre sucedieron (o tuve la sensación) cosas un tanto extrañas. Alguna vez un vecino comentó a mi madre la realización de no sé qué culto afro americano por parte de un antiguo morador de la vivienda, particularmente yo siempre fui un tanto escéptico a creer lo que fuera; pero igual sentía, y todavía lo siento, miedo de permanecer y peor aún de pernoctar solo en la vieja casita de la calle 1° de agosto. Por esa causa es que aquel febrero del ‘90 no iba a quedarme solo y de brazos cruzados.
Había vuelto de Mar de Ajó, donde habíamos ido con mi madre y mis hermanas a pasar unos días en la casa de verano de una de las vecinas. Aprovechando que me traían en camioneta, regresé solo, mi madre confiaba en la responsabilidad de mis recientes 17 años y yo, ya me sentía todo un hombre. Llegué entonces a mi casa e inmediatamente fui en busca de mis amigos Quiquino y Narí, puesto que los demás adolecían de responsabilidades de las cuales nosotros todavía escapábamos. Comimos algo preparado por nosotros mismos, no muy elaborado por cierto, y fuimos hasta el video club. Recorrimos, como era costumbre todas las góndolas, y escogimos los estrenos de rigor. Uno de los muchachos, nos había recomendado ver “Cementerio de animales”, atento a tal recomendación, la llevamos. No me llamó la atención la pregunta del empleado que me inquiría acerca de la seguridad de llevarla, sabiendo que estaba solo en casa. 
Al momento de proyectar la misma, la ingesta de lúpulo fermentado era tal que nos limitamos a mofarnos de los conceptos del argumento, y a recordar, también en “solfa”, las distintas anécdotas relacionadas con el tema de aparecidos, engendros, diablos y otros maleficios. Recuerdo en especial cómo nos reímos recodando cuando Cabeza (otro amigo de entonces) nos contaba las historias de su abuelo a quien se le había aparecido el zupay. En un momento, común a muchas borracheras, nos quedamos filosofando sobre la existencia o no del verdadero mandinga, las promesas y recompensas otorgadas a cambio del alma de los seres humanos. Narí, hijo de padre y madre italianos, muy creyentes, dijo que no era tema para tomar a la  “joda”. Quiquino, más escéptico que yo, dijo tener que ver para creer. Y por ser el dueño de casa, no me iba a “achicar” y hasta fui capaz de largar alguna blasfemia, de esas que mejor, por el bien de mi alma, no recordar.
Hasta ese día nunca a nadie había confesado mi temor por lo desconocido, pero sí por estar solo en esa casa. La última de las películas terminó sin que lo notáramos, ya adormecidos por la hora o por el alcohol. Narí recordó un compromiso asumido para la mañana siguiente, y con Quiquino, decidimos acompañarlo las escasas cinco o seis cuadras que separaban nuestras casas. Caminamos por la calle 1° de agosto, hacia la ruta Nac. N°8, al pasar frente al 4242, nostálgico, Quiquino recordó cuando su familia alquilaba allí. Cruzamos la mencionada ruta, y recorrimos, entre risas, la desolada cuadra de la calle La Paz, entre la Fábrica abandonada y la vinería, doblamos la única esquina y antes de la siguiente, llegamos a lo de Narí. La despedida fue entre palmetazos y comentarios adolescentes. Faltando uno del trío nos dispusimos a volver, un poco más tranquilos y en silencio. Giramos sobre los tacos de nuestras botas y encaramos el mismo camino en sentido inverso.
La bruma que flotaba en el ambiente no nos llamó la atención, en Bs. As. Es muy común que haya neblina, en invierno, años después caí en la cuenta de que el episodio que voy a relatar ocurrió en verano, y lo que voy a relatarles, por mis hijos que es real, fue tal que nos pasó la borrachera de golpe.
Dimos vuelta la esquina, Febrero se las traía terrible y el sudor nos empapaba a pesar de ser de noche. La ruta parecía estar más lejos ya que una densa neblina la ocultaba casi en su totalidad. Al llegar a la mitad de la cuadra, algo, nos heló el sudor, e instintivamente, nos miramos. Se percibía un olor nauseabundo, similar al del azufre, que no puedo precisar desde dónde llegaba. Antes de la esquina, la oscuridad y la bruma toman forma humana, nos dio la sensación de que la figura se recortaba de la oscuridad. La desconfianza nos llevó a ambos a fijar la vista en el individuo que se acercaba hacia nosotros caminando por la vereda. (Cabe destacar que cuando adolescentes, sobre todo de noche, caminábamos por el medio de la calle)  Era un hombre de aproximadamente sesenta años. Vestía traje negro, zapatos de salón, camisa blanca, pañuelo al cuello a la manera de los porteños de antes, y sombrero de ala. Llamó mucho mi atención el notar que traía un poncho (o una chalina) cubriendo uno de sus hombros. No se sorprendió de vernos, más bien parecía saber quienes éramos, su mirada penetrante se posó en nuestros ojos, e intentó disimular una sonrisa irónica. A medida que nos íbamos acercando notamos que tenía ojos de conejo y con espanto comprobamos que en realidad eran llameantes. Ninguno atinó a nada. Él nos miraba y nosotros no podíamos sacarle la vista de encima, hasta que nos cruzamos, es decir, yo, particularmente, lo seguí con mi vista hasta que mi cabeza apoyó sobre mi hombro. En ese instante, la misma oscuridad de donde apareció, se lo tragó. Simultáneamente, el nauseabundo olor dejó de sentirse.
Tanto Quiquino como yo, estabamos ahora mirando en sentido opuesto a nuestro destino intentando divisar al individuo y haciendo conjeturas de su ubicación. No había casa donde pudiera haber entrado. De haber corrido, por los zapatos que llevaba, lo hubiésemos escuchado, además los dos vimos cómo la oscuridad lo tragaba; pero nos negábamos a aceptarlo. Sin prisa pero sin pausa cruzamos nuevamente la ruta y nos encaminamos por 1° de agosto. Al pasar, otra vez por el 4242, sentimos ambos, un penetrante olor a claveles, el cual no pudimos evitar que nos llamara la atención, todavía peor fue al dejar de pisar la parte de calle que se corresponde con la vereda de la mencionada casa. El aroma cesó repentinamente. Apuramos, un poco menos tranquilos, el ritmo de nuestro andar y un pobre gato negro que se cruzó en nuestro camino, fue el desencadenante de nuestra histeria. Recorrimos en un santiamén las dos cuadras restantes hasta llegar a mi casa. De un empellón abrimos las puertas y encendimos las luces inmediatamente.
En silencio nos acostamos en la cucheta que había en mi habitación. El único comentario que nos hicimos fue que nadie nos iba a creer.

lunes, 5 de julio de 2010

El Ser

El ser se instaló en el vientre de una joven madre, la lógica del castigo divino implica la anulación total de su memoria, el día en que su nueva vida sea dada en luz; pero el ser se resiste, una vez más, a que el inmenso bagaje intelectual de su vida recientemente cercenada quede otra vez en el vacío nihilista de la nada.
En su transición de la vida a la muerte y de la muerte al parto, discutió acaloradamente con Los Dioses, acusándoles de ser infinita y divinamente injustos. Los necios pero todopoderosos Dioses le transfirieron la responsabilidad de la injusticia por reclamar el favoritismo de la inmortalidad de la memoria del conocimiento, a lo que el ser argumentó tener derecho por no ser un Dios, sino tan solo un mortal, al fin de cuentas, es virtud de los mortales la iniquidad.
Luego de horas de debates, Los Dioses y el ser, llegaron a un acuerdo. No habría una obliteración total de la memoria en el nacimiento de el ser; Pero la recuperaría sólo en parte, en la medida de que su cerebro mortal se fuera desarrollando, acorde a la maduración intelectual del ser humano.
Ajeno al pronunciamiento de el ser, el humano mortal, atado a la realidad tangible del mundo en que vive, sueña con un hijo. Su mujer se halla encinta y el hombre, en la absurda ilusión de trascender (no tan absurda) desea que llegue un varón. Un varón que lleve con orgullo el apellido. De este modo, la parte de la humanidad, que en su rama representa el apellido, no se extinguirá. Y la familia se irá perpetuando.
El ser, inútilmente intenta comunicarse con su padre, inútilmente porque éste cree que la voz que le perturba el sueño es su propio deseo de perpetuidad trasladado al plano onírico. Discuten el hombre, la mujer y la Estrella Lejana, el nombre que darán al nuevo ser, sin saber que el ser ya tiene nombre.
La joven familia visita al médico que informará el avance del embarazo. ¿Qué será esta vez? Se preguntan los padres. La visita al médico despejaría las dudas acerca del sexo del hijo próximo a llegar. Una vez despejadas esas dudas verían cuál sería el nombre pues hasta el momento la especulación se basaba en supuestos y la mayoría de los nombres sobre los que se discutía eran de mujer, ya que las señoras mayores amigas de la familia hipotetizaban el sexo que traería el ser, basándose en su experiencia y en las formas que adoptaba el vientre de la joven madre.
El médico untó un gel frío sobre el vientre que albergaba la vida y comenzó a deslizar una especie de lápiz conectado a una consola y a un monitor. En este último apareció la imagen de el ser y nítidamente se vislumbraba el sexo. El sueño se había cumplido. Era un varón.
La emoción embargó la garganta, los cinco sentidos y el corazón del hombre, el cual no emitió palabra durante los breves minutos en que su mujer se vestía y ambos salían a la calle. Una vez allí, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, balbuceó: Tigre que habla, como quien repite algo que se le susurra. Efectivamente luego de infructuosos intentos de comunicación el ser había logrado que su padre, ese hombre que había detonado la explosión de su nueva vida, lo escuchara.
Ese sería su nombre: Tigre que habla.
Desde muy pequeño llamaba la atención la manera en que el ser miraba al mundo, a pesar de ser un bebé su mirada parecía encerrar una experiencia de años, tenía en su mirada un aire altanero, casi sobrador. Le fastidiaba mucho que le estuvieran demasiado encima, se enojaba cuando no le salía algo que intentaba aprender. Sus reacciones, gestos, cuestionamientos, no eran los esperados para un niño de su edad. Le preocupaba sobremanera la idea de no haber existido antes de su gestación y consecuente nacimiento. Decía haber sido grande cuando sus padres eran niños, comentaba cual había sido su trabajo y daba detalles inexplicables para un niño de tan corta edad.
A los tres años de edad despertó una mañana muy compungido pues había muerto San Martín. Su comentario causó mucha gracia en la familia por el hecho de que ese personaje histórico había muerto, sí, pero hacía más de ciento treinta años. Obviamente el niño se molestó por la burla, al interrogarlo sobre el momento en que había sucedido el deceso este respondió que ayer.
El tiempo pasó y el niño pareció olvidar el episodio, sin embargo, cada vez que se nombraba a San Martín, ya fuera por una dirección, una calle, como prócer o lo que fuera, con voz firme y tono severo decía: - San Martín está muerto.
Cuando el niño tenía ya cuatro años, una tarde iba caminando con su madre por la plaza. De pronto éste saludó a alguien que pasó y preguntó a su madre si había visto quien era. Ante la respuesta negativa le aclaró que era Julio. (un amigo de la familia)
La joven madre infructuosamente intentó explicarle que Julio había fallecido y que no insista en decir que lo había visto porque podía no caerle bien a la familia del difunto. El niño siguió insistiendo en el hecho de que había visto a esa persona y para que su madre le entienda le explicó que Julio no se había muerto sino que se había dormido, como él se había dormido cuando era grande y ellos niños; que después los doctores lo habían curado y había vuelto a nacer pero chiquito de vuelta. De la misma manera le habría sucedido a Julio. Los médicos lo habían ayudado a despertarse.
Con una voz profunda y una pronunciación de persona adulta prosiguió explicando que alguna gente se muere y se muere, como San Martín, y otros muertos se duermen y después los médicos los curan y nacen siendo bebés.
Poco a poco el ser fue recuperando “la memoria”. Los dioses podrán ser necios e injustos; pero nunca traidores.