domingo, 22 de agosto de 2010

El Balde

Era uno de esos días en que nada sale como lo pensado, comenzó antes del amanecer con una terrible pesadilla que hizo que me despertase con miedo.
 El sueño no era nada descomunal, ni  si quiera de la magnitud, ni el calibre del que suelen ser mis sueños de fin de año. Era más bien ordinario: soñaba que estaba despierto, parece absurdo, pero en mis delirios "esquizoides" suelo confundir la realidad tangible con las vivencias oníricas y sólo descubro estar soñando (por más descabellados que sean estos sueños) cuando el trino intermitente del reloj despertador castiga mis tímpanos y logra despertarme. Creía estar despierto y en mi casa, recostado en mi cama, boca arriba y presto a levantarme. Miraba por la puerta entreabierta los damascos y el sauce que había en el parque de aquella casita de la calle Moreno.
A través de la arcada que separaba y a la vez hacía de paso hacia la cocina-comedor de la vivienda veía el televisor blanco y negro que me habían prestado. Llamó mucho mi atención el hecho de que el mismo estaba sobre la mesada y a pesar de no estar enchufado proyectaba la imagen de un video de cacería, en el cual el cazador parecía estar enseñando el uso de un arma larga; pero en el patio de entrada de mi propia casa.
De pronto, este hombre gira y me apunta con su fusil y la situación me resulta tan absurda que me incorporo y camino hacia la ventana de la cocina para ver si efectivamente la imagen del televisor se condecía con la realidad. Grande es mi sorpresa al descubrir que sí, la imagen se repite en la puerta de mi casa. Allí hay un hombre ridículamente vestido de cazador que está apuntando al interior de la vivienda, por la ventana, en dirección hacia mí. El televisor, que como ya he dicho se encontraba sobre la mesada está transmitiendo la misma imagen que veo a través de la ventana, el aparato se halla enfrentado a la misma y refleja la imagen que se ve  y percibo, entonces, la misma imagen tres veces. En la ventana hay un hombre que me apunta con un rifle y que ninguno de mis vecinos parece notar, solo yo. Mi perro no lo ataca, no lo ve, ni siquiera está en el patio. El televisor proyecta (o transmite) la misma situación y de paisaje de fondo está la familiar imagen que veo todos los días desde mi ventana. Y  por último veo el reflejo, en el tubo del tevé de lo mismo que veo en la ventana. Es como si tres personas me estuviesen apuntando con sus rifles ¡y todo sucede en mi propia casa! 
El miedo me lleva a refugiarme en la habitación (no sé por que cuando nos asustamos los hombres huimos hacia las habitaciones y las mujeres al baño) y acostarme; pero compruebo que el cazador me apunta a través del televisor. Esta situación me pone paranoico  y comienzo a temblar. El temblor hace que me sacuda y el movimiento despierta a Anabel. Le comento lo que estaba sucediendo, a lo que ella me responde que apague el televisor. Me levanté con total pasividad e intentando no mirar a la ventana, pues me aterraba la idea de que me estuviesen apuntando con un arma, me dirigí los escasos dos o tres pasos que separan la habitación de la esquina de la mesada. Extendí mi mano hacia la perilla, la cual giré y apagué el televisor. La imagen desapareció, e instantáneamente también desapareció el reflejo,  me volví  en dirección a la ventana y el cazador también había desaparecido.
Retorné  a la habitación y me recosté, otra vez, a contemplar aquella imagen de árboles y frutas, hacía calor. Decidí levantarme ya que el sueño me había dejado una magra sensación de inquietud. Me incorporé y vestí con una camisa y unas bombachas claras. Me acerqué a la puerta que daba al fondo y la abrí del todo, con la intención de apoyar mi pie en el banco que había dejado flanqueando el paso para evitar que los perros ingresaran de noche a la habitación, y apoyado así poder ajustarme las zapatillas. Grande fue mi sorpresa al ver que mi perro (un pastor belga tervueren) se había desdoblado en dos idénticos animales: uno completamente idiota y el otro terriblemente agresivo. No noté la diferencia de carácter de ambos perros hasta que efectivamente quise atarme la zapatilla, momento en el cual la parte agresiva del “Carpo” (así se llama mi perro) me atacó violentamente mordiendo mi calzado y mis manos. Retrocedí entonces y le grité. El otro Carpo respondió acercándose moviendo la cola, el auténtico perro parecía no notar la existencia del otro. Retrocedí unos pasos y cerré la puerta asustado, la ironía de la escena me perturbaba, era la segunda vez que el perro no me respondía. Nada hizo ante la invasión del cazador y nada hacía ahora ante la aparición de este otro can, menos aún ante su ataque. La sensación que me invadía era la de vulnerabilidad y desconcierto. Los sucesos eran más que ilógicos y se me escapaban de las manos. Esto me trastornaba sobremanera.
Me acosté nuevamente y me tapé puesto que sentía frío. No me sentía nada bien. En un instante no toleré más y desperté a Anabel diciéndole que por favor se levantara a preparar unos mates. En ese preciso momento ella se encontraba sacudiendo tiernamente mi hombro y preguntándome qué le estaba diciendo pues había estado hablando dormido. Sentí algo de alivio, repetí las mismas palabras que creí haber dicho cuando en realidad dormía: - Gorda por favor, ¡hacéte unos mates!-. Me preguntó qué me pasaba, dijo notar un timbre extraño en mi voz a lo que me limité a decirle que sentía miedo. Este comentario le causó mucha gracia.
Anabel también había tenido malos sueños. Nos levantamos, desayunamos y al salir a la calle encuentro tirados en el piso, en la exacta entrada de mi casa, el hígado y un corazón de chivo u otro animal de granja. Me pregunté por qué ninguno de los muchos perros del barrio habían hecho cena de esas entrañas; por qué no estaban con signos de haber sido arrastrados ni mordisqueados y por qué el corazón tenía dos puñaladas en forma de cruz. Maldije la coincidencia de pesadillas con el tal vez macabro hallazgo. Crucé la calle e increpé al encargado del depósito, con más enfado que intriga, preguntándole si él había arrojado vísceras a los perros, a lo que me respondió que ellos no trabajaban achuras.
Algunas vecinas miraban la escena tras los cortinados de sus casas. Me dirigí a la comisaría a plantar una exposición, pues supuse que habían querido envenenarme el perro. Habrían pasado unos diez minutos cuando el patrullero llegó a mi casa. Bajaron del mismo dos agentes y un oficial. Al ver los desperdicios, el mayor de los agentes me comentó que dudaba del posible atentado contra mi perro – no está mordido- dijo – esto es para vos- concluyó. Ninguno quiso tocarlo a pesar de estar provistos de guantes. Pidieron una pala a un vecino y una caja en el depósito con lo cual cargaron las vísceras en el auto y las llevaron para supuestamente analizarlas.
 Desencajado y desolado por el sueño que había padecido proseguí el día mal, todo en la casa me parecía anormal, si bien sabía que eran las nueve de la mañana y la cocina se hallaba bien iluminada, tenía la sensación de que la luz solar ingresaba a la vivienda de la manera en que lo hace durante el crepúsculo vespertino.
Serían cerca de las diez y media cuando me fui a ver la casa que habíamos comprado recientemente. (Nunca compré una casa.) Entré y vi en el piso tiradas las pertenencias del antiguo morador y algunas cajas con cosas mías.  Descubrí que la nueva vivienda era una versión mejorada de la que alquilaba actualmente ya que su disposición era similar pero con una terminación de mayor categoría. Noté asimismo que la similitud difería de exactitud pues esta construcción parecía estar en espejo con la anterior.
Debo reconocer que me causó fastidio encontrar allí pertenencias del antiguo morador, creo yo que cuando uno entrega una propiedad por lo menos debe tener la delicadeza de hacerlo en condiciones mínimas de higiene y alineación. Parece que no todos tenemos las mismas buenas costumbres, pensé. Me desconcertó oír el ruido de un lavarropas de tambor ¿acaso permanecían allí? ¿Me habría confundido de casa? Caminé por el corredor en dirección al baño porque la construcción carecía de lavadero. Sentí asco al ver harapos y ropa interior tirados en el suelo. La cortina de la ducha daba un aspecto de mal gusto al recargar de marrón oscuro el conjunto de sanitarios y azulejos. La corrí para así desconectar el lavarropas y llamó mi atención un balde naranja que por lógica pensé estaría cargado de ropa; pero que sin embargo, estaba hasta la manija de tierra, tierra seca, en parte en polvo y en parte aterronada en diminutas partículas.
Me acuclillé para observarlo puesto que me intrigaba la presencia de aquel balde y su propósito. Repentinamente la tierra comenzó a arremolinarse como si fuese agua, hecho que llamó más mi atención e hizo que me acercara más aún para ver ¿para ver qué? De pronto cuando me hallaba absorto en el remolino de tierra, del centro del mismo emergió de un salto un lagarto gris y amarillo, que se incorporó en la forma que lo hace una cobra y mirándome fijo me mostró su lengua y me escupió veneno. En ese instante desperté nuevamente sentado en mi cama, veía la puerta del fondo entreabierta, a mi lado mi hija y mi mujer que acababan de despertar a consecuencia del grito por mí proferido: -¡Tuve una pesadilla! - comenté.

martes, 27 de julio de 2010

Jugar con fuego (el cuento/historia del diablo)

“nunca pensé encontrarme con el diablo, tan vivo y sano como vos y yo”
 David Lebón.   

-¡No juegues con fuego que te vas a quemar! Es una expresión muy común; Pero todos, alguna vez hemos sido chicos, y sabemos qué lindo es. El relato que sigue es un claro ejemplo de lo que puede suceder cuando a uno le gusta “jugar con fuego”.
Sabido es, entre los que me conocen, que me es incómodo sobremanera permanecer solo en mi casa de Buenos Aires, si bien entre esas cuatro paredes me crié, siempre sucedieron (o tuve la sensación) cosas un tanto extrañas. Alguna vez un vecino comentó a mi madre la realización de no sé qué culto afro americano por parte de un antiguo morador de la vivienda, particularmente yo siempre fui un tanto escéptico a creer lo que fuera; pero igual sentía, y todavía lo siento, miedo de permanecer y peor aún de pernoctar solo en la vieja casita de la calle 1° de agosto. Por esa causa es que aquel febrero del ‘90 no iba a quedarme solo y de brazos cruzados.
Había vuelto de Mar de Ajó, donde habíamos ido con mi madre y mis hermanas a pasar unos días en la casa de verano de una de las vecinas. Aprovechando que me traían en camioneta, regresé solo, mi madre confiaba en la responsabilidad de mis recientes 17 años y yo, ya me sentía todo un hombre. Llegué entonces a mi casa e inmediatamente fui en busca de mis amigos Quiquino y Narí, puesto que los demás adolecían de responsabilidades de las cuales nosotros todavía escapábamos. Comimos algo preparado por nosotros mismos, no muy elaborado por cierto, y fuimos hasta el video club. Recorrimos, como era costumbre todas las góndolas, y escogimos los estrenos de rigor. Uno de los muchachos, nos había recomendado ver “Cementerio de animales”, atento a tal recomendación, la llevamos. No me llamó la atención la pregunta del empleado que me inquiría acerca de la seguridad de llevarla, sabiendo que estaba solo en casa. 
Al momento de proyectar la misma, la ingesta de lúpulo fermentado era tal que nos limitamos a mofarnos de los conceptos del argumento, y a recordar, también en “solfa”, las distintas anécdotas relacionadas con el tema de aparecidos, engendros, diablos y otros maleficios. Recuerdo en especial cómo nos reímos recodando cuando Cabeza (otro amigo de entonces) nos contaba las historias de su abuelo a quien se le había aparecido el zupay. En un momento, común a muchas borracheras, nos quedamos filosofando sobre la existencia o no del verdadero mandinga, las promesas y recompensas otorgadas a cambio del alma de los seres humanos. Narí, hijo de padre y madre italianos, muy creyentes, dijo que no era tema para tomar a la  “joda”. Quiquino, más escéptico que yo, dijo tener que ver para creer. Y por ser el dueño de casa, no me iba a “achicar” y hasta fui capaz de largar alguna blasfemia, de esas que mejor, por el bien de mi alma, no recordar.
Hasta ese día nunca a nadie había confesado mi temor por lo desconocido, pero sí por estar solo en esa casa. La última de las películas terminó sin que lo notáramos, ya adormecidos por la hora o por el alcohol. Narí recordó un compromiso asumido para la mañana siguiente, y con Quiquino, decidimos acompañarlo las escasas cinco o seis cuadras que separaban nuestras casas. Caminamos por la calle 1° de agosto, hacia la ruta Nac. N°8, al pasar frente al 4242, nostálgico, Quiquino recordó cuando su familia alquilaba allí. Cruzamos la mencionada ruta, y recorrimos, entre risas, la desolada cuadra de la calle La Paz, entre la Fábrica abandonada y la vinería, doblamos la única esquina y antes de la siguiente, llegamos a lo de Narí. La despedida fue entre palmetazos y comentarios adolescentes. Faltando uno del trío nos dispusimos a volver, un poco más tranquilos y en silencio. Giramos sobre los tacos de nuestras botas y encaramos el mismo camino en sentido inverso.
La bruma que flotaba en el ambiente no nos llamó la atención, en Bs. As. Es muy común que haya neblina, en invierno, años después caí en la cuenta de que el episodio que voy a relatar ocurrió en verano, y lo que voy a relatarles, por mis hijos que es real, fue tal que nos pasó la borrachera de golpe.
Dimos vuelta la esquina, Febrero se las traía terrible y el sudor nos empapaba a pesar de ser de noche. La ruta parecía estar más lejos ya que una densa neblina la ocultaba casi en su totalidad. Al llegar a la mitad de la cuadra, algo, nos heló el sudor, e instintivamente, nos miramos. Se percibía un olor nauseabundo, similar al del azufre, que no puedo precisar desde dónde llegaba. Antes de la esquina, la oscuridad y la bruma toman forma humana, nos dio la sensación de que la figura se recortaba de la oscuridad. La desconfianza nos llevó a ambos a fijar la vista en el individuo que se acercaba hacia nosotros caminando por la vereda. (Cabe destacar que cuando adolescentes, sobre todo de noche, caminábamos por el medio de la calle)  Era un hombre de aproximadamente sesenta años. Vestía traje negro, zapatos de salón, camisa blanca, pañuelo al cuello a la manera de los porteños de antes, y sombrero de ala. Llamó mucho mi atención el notar que traía un poncho (o una chalina) cubriendo uno de sus hombros. No se sorprendió de vernos, más bien parecía saber quienes éramos, su mirada penetrante se posó en nuestros ojos, e intentó disimular una sonrisa irónica. A medida que nos íbamos acercando notamos que tenía ojos de conejo y con espanto comprobamos que en realidad eran llameantes. Ninguno atinó a nada. Él nos miraba y nosotros no podíamos sacarle la vista de encima, hasta que nos cruzamos, es decir, yo, particularmente, lo seguí con mi vista hasta que mi cabeza apoyó sobre mi hombro. En ese instante, la misma oscuridad de donde apareció, se lo tragó. Simultáneamente, el nauseabundo olor dejó de sentirse.
Tanto Quiquino como yo, estabamos ahora mirando en sentido opuesto a nuestro destino intentando divisar al individuo y haciendo conjeturas de su ubicación. No había casa donde pudiera haber entrado. De haber corrido, por los zapatos que llevaba, lo hubiésemos escuchado, además los dos vimos cómo la oscuridad lo tragaba; pero nos negábamos a aceptarlo. Sin prisa pero sin pausa cruzamos nuevamente la ruta y nos encaminamos por 1° de agosto. Al pasar, otra vez por el 4242, sentimos ambos, un penetrante olor a claveles, el cual no pudimos evitar que nos llamara la atención, todavía peor fue al dejar de pisar la parte de calle que se corresponde con la vereda de la mencionada casa. El aroma cesó repentinamente. Apuramos, un poco menos tranquilos, el ritmo de nuestro andar y un pobre gato negro que se cruzó en nuestro camino, fue el desencadenante de nuestra histeria. Recorrimos en un santiamén las dos cuadras restantes hasta llegar a mi casa. De un empellón abrimos las puertas y encendimos las luces inmediatamente.
En silencio nos acostamos en la cucheta que había en mi habitación. El único comentario que nos hicimos fue que nadie nos iba a creer.

lunes, 5 de julio de 2010

El Ser

El ser se instaló en el vientre de una joven madre, la lógica del castigo divino implica la anulación total de su memoria, el día en que su nueva vida sea dada en luz; pero el ser se resiste, una vez más, a que el inmenso bagaje intelectual de su vida recientemente cercenada quede otra vez en el vacío nihilista de la nada.
En su transición de la vida a la muerte y de la muerte al parto, discutió acaloradamente con Los Dioses, acusándoles de ser infinita y divinamente injustos. Los necios pero todopoderosos Dioses le transfirieron la responsabilidad de la injusticia por reclamar el favoritismo de la inmortalidad de la memoria del conocimiento, a lo que el ser argumentó tener derecho por no ser un Dios, sino tan solo un mortal, al fin de cuentas, es virtud de los mortales la iniquidad.
Luego de horas de debates, Los Dioses y el ser, llegaron a un acuerdo. No habría una obliteración total de la memoria en el nacimiento de el ser; Pero la recuperaría sólo en parte, en la medida de que su cerebro mortal se fuera desarrollando, acorde a la maduración intelectual del ser humano.
Ajeno al pronunciamiento de el ser, el humano mortal, atado a la realidad tangible del mundo en que vive, sueña con un hijo. Su mujer se halla encinta y el hombre, en la absurda ilusión de trascender (no tan absurda) desea que llegue un varón. Un varón que lleve con orgullo el apellido. De este modo, la parte de la humanidad, que en su rama representa el apellido, no se extinguirá. Y la familia se irá perpetuando.
El ser, inútilmente intenta comunicarse con su padre, inútilmente porque éste cree que la voz que le perturba el sueño es su propio deseo de perpetuidad trasladado al plano onírico. Discuten el hombre, la mujer y la Estrella Lejana, el nombre que darán al nuevo ser, sin saber que el ser ya tiene nombre.
La joven familia visita al médico que informará el avance del embarazo. ¿Qué será esta vez? Se preguntan los padres. La visita al médico despejaría las dudas acerca del sexo del hijo próximo a llegar. Una vez despejadas esas dudas verían cuál sería el nombre pues hasta el momento la especulación se basaba en supuestos y la mayoría de los nombres sobre los que se discutía eran de mujer, ya que las señoras mayores amigas de la familia hipotetizaban el sexo que traería el ser, basándose en su experiencia y en las formas que adoptaba el vientre de la joven madre.
El médico untó un gel frío sobre el vientre que albergaba la vida y comenzó a deslizar una especie de lápiz conectado a una consola y a un monitor. En este último apareció la imagen de el ser y nítidamente se vislumbraba el sexo. El sueño se había cumplido. Era un varón.
La emoción embargó la garganta, los cinco sentidos y el corazón del hombre, el cual no emitió palabra durante los breves minutos en que su mujer se vestía y ambos salían a la calle. Una vez allí, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, balbuceó: Tigre que habla, como quien repite algo que se le susurra. Efectivamente luego de infructuosos intentos de comunicación el ser había logrado que su padre, ese hombre que había detonado la explosión de su nueva vida, lo escuchara.
Ese sería su nombre: Tigre que habla.
Desde muy pequeño llamaba la atención la manera en que el ser miraba al mundo, a pesar de ser un bebé su mirada parecía encerrar una experiencia de años, tenía en su mirada un aire altanero, casi sobrador. Le fastidiaba mucho que le estuvieran demasiado encima, se enojaba cuando no le salía algo que intentaba aprender. Sus reacciones, gestos, cuestionamientos, no eran los esperados para un niño de su edad. Le preocupaba sobremanera la idea de no haber existido antes de su gestación y consecuente nacimiento. Decía haber sido grande cuando sus padres eran niños, comentaba cual había sido su trabajo y daba detalles inexplicables para un niño de tan corta edad.
A los tres años de edad despertó una mañana muy compungido pues había muerto San Martín. Su comentario causó mucha gracia en la familia por el hecho de que ese personaje histórico había muerto, sí, pero hacía más de ciento treinta años. Obviamente el niño se molestó por la burla, al interrogarlo sobre el momento en que había sucedido el deceso este respondió que ayer.
El tiempo pasó y el niño pareció olvidar el episodio, sin embargo, cada vez que se nombraba a San Martín, ya fuera por una dirección, una calle, como prócer o lo que fuera, con voz firme y tono severo decía: - San Martín está muerto.
Cuando el niño tenía ya cuatro años, una tarde iba caminando con su madre por la plaza. De pronto éste saludó a alguien que pasó y preguntó a su madre si había visto quien era. Ante la respuesta negativa le aclaró que era Julio. (un amigo de la familia)
La joven madre infructuosamente intentó explicarle que Julio había fallecido y que no insista en decir que lo había visto porque podía no caerle bien a la familia del difunto. El niño siguió insistiendo en el hecho de que había visto a esa persona y para que su madre le entienda le explicó que Julio no se había muerto sino que se había dormido, como él se había dormido cuando era grande y ellos niños; que después los doctores lo habían curado y había vuelto a nacer pero chiquito de vuelta. De la misma manera le habría sucedido a Julio. Los médicos lo habían ayudado a despertarse.
Con una voz profunda y una pronunciación de persona adulta prosiguió explicando que alguna gente se muere y se muere, como San Martín, y otros muertos se duermen y después los médicos los curan y nacen siendo bebés.
Poco a poco el ser fue recuperando “la memoria”. Los dioses podrán ser necios e injustos; pero nunca traidores.  

lunes, 28 de junio de 2010

Una Cuestión de Fe

El pueblo de General Fernández Oro era un pueblo pequeño, y como la mayoría de los pequeños pueblos del país; había crecido “colgado del ferrocarril”. La pecaminosa peculiaridad que lo destacaba y distinguía del resto de los poblados, era la de no haber sido fundado a partir de un proyecto gubernamental, ni de una famosa posta, ni siquiera ostentaba el lujo de haber sido otrora un asentamiento indígena. Tampoco crecía a partir de la castellana urbanística, en derredor de la plaza y la iglesia; más bien se desarrollaba secular entre tragos y juegos, pues rodeada de chacras y algunas poquitas casas, la actividad ciudadana languidecía en el club, fundamental y fundacional institución de la próspera colonia.
Tiempo después, el crecimiento demográfico fue dando espacio a la política y a la religión.
La política hizo lo suyo, bien o mal, no es éste el punto. La religión, muy dispuesta a llenar el ingente vacío que el crudo invierno patagónico y la consecuente soledad socavaban día a día en el alma de los colonos, cometió estragos.
Con el transcurso del tiempo, la colonia se fue convirtiendo en pueblo. Quizá por el remordimiento de haberse olvidado de Dios en los albores de su historia local; o vaya uno a saber por qué, la población se apartó paulatinamente del club y fue acercándose a las iglesias, las cuales pululaban por doquier. La primera en llegar fue la iglesia Católica Apostólica Romana; pero como la parroquia era pequeña y por ende la limosna era escasa, el Padre debía viajar desde otro pueblo. Luego llegó la Unión de las Asambleas de Cristo, los Pentecostales y toda clase de cultos cristianos, afro americanos, hindúes y etc. En algún momento de la historia, alguien, con pocas convicciones religiosas y un gran sentido del materialismo, descubrió en el pequeño poblado el gran negocio de la fe. Para esos años fue que yo conocí dicho pueblo. Llamó mucho mi atención la cantidad de salones de “culto evangélico”que allí encontré, llegué a contabilizar dos iglesias en la misma cuadra. (Y una al frente, tres) En un pueblo de tan solo doce cuadras por seis, la ecuación no cerraba. Muchas de ellas sucumbieron ante las peleas intestinas de sus (cuatro) miembros. Otras emigraron en busca de rebaños más apetecibles. Y la mayoría fue absorbida por las congregaciones de otras iglesias con pastores más milagrosos o carismáticos.
Con todo esto, como la historia a la cual haré referencia es (ha sido) real, por razones obvias los nombres y tiempos nombrados o aludidos,  fueron por mí transliterados.
Daniel Ayala no era un hombre creyente, pero iba regularmente a la iglesia del Pastor Eduardo porque allí Marta, su esposa, encontraba la paz de su alma. Ese pastor era quien había presentado (bautizado) a su hija Mayra al señor. -Como que Dios no la conociera- pensaba  Daniel quien notaba en el culto intrigas y manejos que los fieles, cegados por la fe, ignoraban.
Sería cuestión de fe el hecho de que Dios hablara en sueños al Pastor; como así también que reafirmara, también a través de sueños, sus deseos divinos a los cuatro o cinco hermanos que se encargaban del manejo administrativo del culto. Los hermanos de la congregación creían ciegamente en su palabra. Daniel no conocía mucho de la Biblia; pero recordaba de su época de catecismo y comunión, allá en Entre Ríos, el hecho de que los profetas se habían acabado luego del nacimiento de Cristo. Las pocas veces que había polemizado con algunos hermanos, éstos le acusaban de no tener fe y le decían que el Señor se manifestaba a través de su siervo. Le causaba repulsión ver como las hermanas se entregaban a las habladurías y al chimento, así como también el hecho de fundamentar sus “huecas” discusiones mediante el mal uso de pasajes bíblicos. Le fastidiaba sobremanera escuchar cuando a la salida del culto se trenzaban a los gritos y alguna de ellas decía:
-¡Te pongo una mejilla y la otra porque soy mejor cristiana que vos, pero el Señor te va a castigar por haberte metido conmigo!
-¡ Menos mal que vienen a la iglesia!- Pensaba no sin disgusto Daniel.
Lo cierto es que el tiempo transcurría y Mayra crecía y se embellecía al mismo ritmo que crecía el carisma y el poder de “profecía” del Pastor Eduardo.
Como ya lo he manifestado anteriormente, Daniel desconfiaba de la “palabra de ciencia” del pastor. Había ciertas cuestiones que no le convencían del todo; pero convengamos que era mejor ámbito para criar a su hija, el seno de la iglesia; que la soledad del aislamiento, o la sociedad secular del poblado.
En determinado momento el delirio místico del pastor lo llevó a convencer a sus fieles de la necesidad de realizar un viaje. El Señor lo había así dispuesto, y él, humilde mortal, no era quién para desafiar su ira, desobedeciéndole tal como lo había hecho Jonás.
-Hermanos: Dios a mí ha venido, en sueños me trajo la palabra de ciencia. Y de cierto, de cierto os digo que Él me ha encomendado realizar un gran viaje. Es su deseo que su humilde ciervo lleve la palabra de Dios a los confines de la tierra. Él dijo cuando la palabra llegue al lugar más lejano... sí cuando la palabra llegue al lugar más lejano. Ese día, mi venida estará cerca. ¡OH, gloria hermanos!  ¡Aleluya!
Cada vez que el pastor recibía palabra de ciencia el espíritu lo invadía, citaba versículos de la Biblia, hablaba en castellano antiguo y fundamentaba sus dichos con citas que encontraba, abriendo las gastadas páginas de su Reina-Valera, en capítulos y versículos que nadie podía hallar antes de que él citara otro. Este particular detalle era uno de los que más rechazo le causaba a Daniel, ya que en ocasiones había escuchado deletrear, o mejor dicho silabear, a Eduardo intentando leer. ¿Cómo es que lee con tal velocidad la Biblia y no sabe leer nada más? Se preguntaba a sí mismo el hermano infiel.
-Es porque el pastor aprendió a leer leyendo la Biblia- le contesto Marta cuando Daniel se lo cuestionó.                                                                       
-¿Por qué habla como lo hacen en la Biblia? Insistía el incrédulo.
-Es algo que no vas a entender nunca porque no tenés fe.-replicaba su esposa.
  Una tarde, durante el culto, mientras el pastor hablaba sobre el viaje que el Señor le había encomendado, Daniel le hizo notar a Marta que siempre Dios lo enviaba a lugares turísticos. Y que nunca se necesitaban misioneros en la línea sur. Ni en lugares pobres. Esto ocasionó un conflicto matrimonial, ya que cegada por la fe, o la ignorancia, Marta consideró blasfemas las palabras que su marido le confesaba en la casa del Señor.
Daniel se fue entonces alejando de la congregación porque ya no toleraba las incoherencias, esas que día a día se hacían más frecuentes y peores. Alguien quiso comentarle que en la iglesia a la que concurría su esposa pasaban cosas raras; pero él no quiso escuchar, era hombre de pocas palabras. Con Marta hablaba ya muy poco, y de la iglesia en particular, ni una palabra para no seguir malogrando la pareja.
Luego de un tiempo de religiosidad sedentaria, el Pastor fue llamado nuevamente al apostolado peregrino. El hombre tuvo el descaro de decir en la asamblea que el Señor le había hablado en sueños y lo enviaba en un largo viaje (otro más) de evangelización; pero que el señor le ordenaba que el viaje lo debería hacer en compañía de una joven virgen de la congregación. La noticia, por supuesto, no fue del todo bien recibida por los fieles que fieles pero no tontos comenzaban a dudar de la veracidad de las profecías del Pastor Eduardo. No sin desconfianza organizaron una cadena de oración y una vigilia, con el propósito de que el señor indique a la congregación el camino señalado a su siervo. El pastor dirigió un sermón, por cierto emotivo, en el cual resaltaba el valor de la fe y el disgusto de Dios con quienes dudaban de su palabra. En lo más emotivo del discurso, vio como se acercaban a la puerta: Mayra y Marta, es decir la hija y la esposa, respectivamente, de Daniel Ayala, la oveja perdida.
Haciendo gala de su oratoria, improvisó una oración pidiendo al cielo haga atravesar la puerta principal, a la joven virgen, que fuera voluntad del Señor  que lo acompañe en su apostólico viaje. Al instante la puerta principal del salón fue atravesada por Mayra Ayala, seguida de su madre. Ante tan contundente respuesta de Dios, la congregación toda estalló en glorias y aleluyas. Con total inmediatez las condujeron hasta el púlpito y les comunicaron las “buenas nuevas” las cuales no fueron para nada bien recibidas por las mujeres que si bien temerosas de Dios, sabían que el jefe de la familia no estaría de acuerdo y a la vez no les resultaba del todo razonable el hecho que un hombre, el Pastor o quien fuere, viajase solo con la niña de tan solo catorce años, por lo que ambas se retiraron del culto negándose a tal aberración.
Luego de transcurridas unas semanas en las que las Ayala no se acercaron al culto, la asamblea decidió hacer cumplir la voluntad del Señor. Previo sermón acerca de cómo se había descarriado Daniel y de cómo había apartado a su familia de la senda del bien.
Un hermano de los más influyentes del culto se dirigió a la casa de los Ayala, pero fue violentamente corrido por Daniel. Las “hermanas en Cristo” retiraron el saludo a Mayra y en la escuela comenzaron a dejarla de lado. Medio pueblo comentaba de la desobediencia de la familia y la negativa a aceptar los designios de Dios. Los hermanos comenzaron a congregarse en las esquinas para realizar cultos al aire libre, cada vez más cerca de la casa de los Ayala. Hasta instalarse un día en la propia vereda de la casa de la familia. Sus cánticos exaltaban la fe y sus prédicas denostaban el egoísmo y la desobediencia a Dios. Cada vez que asediados por estas actitudes intentaban echarlos de su puerta los hermanos se limitaban a proseguir la marcha de la procesión, cada vez que Daniel intentaba quejarse ante algún organismo le recordaban la propiedad colectiva de las calles y la libertad de culto amparada por la constitución nacional. Y cuando intentó presentar la queja en el seno mismo de la congregación, como era de suponer, lo apabullaron con cánticos y citas bíblicas, reprochándole ser un hombre de poca fe e insinuándole castigos divinos por su desobediencia.
Por cuestiones laborales Daniel viajó a la capital oportunidad ésta no desaprovechada por el Pastor, quien recrudeció su acoso contra la desamparada mujer que atemorizada por la historia de Jonás accedió, sin el conocimiento ni consentimiento de su marido, a que la mujercita de quince años recientemente cumplidos (menos de una semana) viajara junto al Pastor. Al fin y al cabo nada malo le habría de pasar en compañía del Siervo de Dios.
Cuando Daniel regresó de su viaje nadie le comentó lo sucedido, llamó mucho su atención sí, el ver que mujer e hija habían retornado a la iglesia.  Al tiempo notó cierto cambio de actitud en su hija que lo preocupó.
Una noche en que volvieron de la reunión ya no pudieron ocultarle más el embarazo de la joven quien le juraba no haber tenido novio y no haber estado con hombre alguno.
Al correr la noticia del embarazo, la iglesia se reunió y decidió expulsarla por inmoral, y cuando la niña confesó que el padre de la criatura sería el Pastor quien le habría sometido contra su voluntad durante aquél maldito viaje, la acusaron de blasfema e intentaron lincharla, especialmente el Pastor y su señora esposa.
Terriblemente humilladas madre e hija decidieron confesarle al padre lo sucedido durante su ausencia.
Esa misma noche, el ángel Abadón visitó al Pastor.

El hijo de Mayra, por extraña casualidad, se llama Eduardo Daniel. Los hombres: el primero descansa en paz; el segundo, a la sombra.
Fin

jueves, 10 de junio de 2010

Decisión

El día era Hoy. Tal vez no hubiera nada que pudiera hacerle recapacitar, como en “Pueblo Blanco”, aquí ya no había nada que hacer. Prefería encontrar la salida en un pasaporte que terminar por repetir el pasado reciente entre piquetes, montoneras y fusil. Se levantó temprano. Cebó unos mates y preparó la valija en tanto que la radio le acompañaba con la melodía de una triste canción sureña…

Bajo la umbra besó a los niños que no vería seguro en meses. Se despidió de su mujer. Juntó una a una las cosas que le acompañarían en este viaje de esperanza y deserción: unos libros, ropa, el título que quizás en Europa le sirviera para conseguir trabajo... trabajo que la tierra se negaba a parir, un par de zapatos gastados, la foto familiar.

La música en la radio sonaba como un lamento indio.

El glaciar de sus ojos se derritió al ver colgada en la pared (como el más bello de los tapices) a la bandera de la patria. Recordó la promesa de cuarto grado. La tomó trémulo entre sus manos y la besó en medio del sol. Al guardarla en la maleta, la confluencia de sus ojos y el dolor hirió a febo que dejó de sonreír y por una vez el Águila-Bandera no quiso volar... quiso quedarse en la tierra. Morir; pero de pié.

Concluyó la tarea de llevar consigo vestigios de lo más amado. Controló el pasaje y se abrigó apretando los labios, igual que apretaba su corazón. Al cerrar la puerta, en la radio, aún sonaba triste la música del sur. Taladraba su conciencia, socavando su decisión, repitiendo como sentencia los últimos versos de “Cutral Co”.

-“Si pruebo y me quedo...

...Ayude tal vez.”




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La Condena


Jorge está apesadumbrado. Otra vez, anoche no pudo conciliar el sueño. Se le aparecían espectros que lo aterraban. Imágenes circulares que giraban bajo la lluvia. Imágenes que se transformaban en rondas de palomas que giraban hasta la locura cayendo luego en cadáveres de cuervos. Y estas imágenes trasmutadas se repetían de vez en vez. Luego los barrenderos que armados de fusiles barrían el recinto. Despejando la plaza de pájaros muertos. Pero siempre el residuo o la marca sobre el embaldosado. Marcas que no podían ser removidas, como estampas de siluetas. Vacías, inertes pero estoicas marcas indelebles. 

Otra vez Jorge ha empezado a desvariar. Despertó muy temprano. Se colocó la bata y se asomó por el balcón. Hace mucho que ya no sale a la calle. Dice que la gente lo persigue. Escucha estruendos y el corazón que como un bombo retumba y lo ensordece. 

Desde el balcón mira la ciudad: la Avenida Cabildo, el ferrocarril, a lo lejos los aviones del Jorge Newery, un poco más cerca: el regimiento de Granaderos a Caballo. Desde el balcón mira la ciudad y sueña como un niño. Sueña que vuela y cómo otros vuelan en sueños. 

Vuelve de su ausencia en el balcón y se sienta en su sillón a leer el diario. Su semblante, cada vez peor. Él ve espectros que se le aparecen y blancas rondas retumban en su memoria de anciano. Los aparecidos y los fantasmas lo aterran. Y las rondas de blancos pañuelos rodeando la plaza cada martes se le dibujan en un espectro aparecido por cada desaparecido a causa de él.

martes, 1 de junio de 2010

La puerta


Soy Cristo, o soy un pobre leproso desnudo, tendido en el suelo.
Nunca imaginé que el cielo de la Patagonia brillara tanto de noche; tampoco, nunca imaginé que la abarcara, que mi cuerpo la abarcara toda. Nunca pensé que sólo fuera un altar donde yace depositado mi cuerpo, presto a ser sacrificado. Desde lejos veo el altar emergiendo del mar como una torre de piedra, sus contornos semejantes a los del mapa, el oscuro mar golpea. Se ve el reflejo de la luna, pero está ausente en el firmamento. Crucificado sobre el altar mis pies se posan en la tierra del fuego y mi cabeza cuelga sobre el vacío,  al norte del río colorado, extendidas mis manos hacia ambos lados de mi cuerpo palpan la nada, fuera del mapa.
Nunca imaginé que el cielo de la patagonia brillara tanto, ahora lo sé, ese brillo tan especial en las estrellas es por causa de la helada. Nunca imaginé que sería así la soledad aquí. El frío arrecia y castiga mi espalda y mis riñones.
Estoy solo, desnudo y con frío, a bordo de un pequeño bote de madera, a cierta distancia del monumento donde yace inerte mi cuerpo. De lejos me observo crucificado en ese altar; pero no siento pena por la soledad inmensa que rodea mi ser, ni por el frío mármol que castiga mi cuerpo, extrañamente me siento soberbio y triunfador.
Abro los ojos, nuevamente tomo posesión de mi cuerpo, con esa extraña sensación de no saber dónde estoy ni qué hago aquí. ¿Quién soy realmente? ¿Estoy en mi lugar o me he perdido en el tiempo y el espacio?. Asalta a mi realidad esta intriga. Poco a poco mis ojos van reconociendo el lugar donde habito y aún así, visualizo el mapa en el espacio infinito, y mi pobre cuerpo sobre él. Me incorporo apenas para observar las dos puertas de la tapera, extiendo mi mano hacia la silla que junto a la cama sostiene la campera, me cubro con ella los pies e intento concentrarme en los objetos que hay en la pieza para no ser presa del pánico que me provoca esta realidad dual. Estoy bien despierto y aún así mi mente se escapa. Intento recordar  mi miedo a la oscuridad y mis paranoias urbanas para distraerme. Lo que veo en la tapera parece estar en otra dimensión. Vigilo la puerta y la ventana como esperando un ataque, y me río de lo absurdo de la situación, me siento en la cama, pienso en lo muy lejos que estoy de Bs. As. 
Y de pronto comprendo que no estoy en la pieza sino en el altar de roca, en medio del espacio infinito, bajo la cruz del sur. Me viene a la memoria el titulo de una canción “Atrapados en el Cielo” y medito en lo absurdo de este momento. Alguien me excluyó del sistema, de la vida o el exceso de cansancio no me permite descansar.
Hace tres meses partí de mi hogar con el propósito de instalarme en la patagonia y trabajar de maestro, para poder formar  mi propia familia. Hace un mes que soy el maestro de segundo grado, solo me falta llamar por teléfono a Anabel para que venga. Mañana, si llego a mañana la llamaré, me angustia la idea de no llegar.
Repentinamente creo haber muerto, esta idea me atormenta, no puedo levantarme de la cama ni puedo volver a ella, mi mente trata que mis ojos vean la habitación pero no puedo huir del altar ¿acaso no podré alcanzar mis propósitos?.
Mi soberbia se convierte en lastimosidad  y desconcierto. Recuerdo los diálogos de la “Utopía de un hombre que está cansado” y busco, en el estrés y el cansancio, una explicación que me consuele.
Un trino intermitente rompe el silencio, con temor extiendo mi mano hacia el vacío y en la oscuridad palpo el reloj despertador. La ambigüedad de la situación me perturba: el reloj, la habitación, el altar, el universo. En un instante de lucidez me doy cuenta de que hay un punto de contacto entre ambos mundos “the door is open”. El reloj indica la seis treinta. Sentado en el altar con los pies colgados al vacío miro la hora y tomo la decisión. Decisión: la delgada línea que divide a los grandes hombres de los mediocres, a los valientes de los cobardes; pero también, a los cautos de los tontos ¿cómo saber? Trémulo retraigo mis pies hasta quedar sentado en posición fetal.
El reloj golpea con su tic-tac en mi mano y su trino taladra mis oídos. El reloj... pertenece a la realidad tangible, estoy yo aquí. Me desprendo del frío mármol y salto al vacío. Tomo conciencia de mi ubicación, estoy de pie junto a la cama, respiro hondo y me abalanzo sobre la llave de luz. Tengo miedo de volver a irme, me cuesta mantenerme conciente.
...Luego de unos amargos me siento nuevamente en mí. Salgo a la calle, a las siete y cinco, me instalo en la parada del colectivo que esta frente al colegio secundario, a los pocos minutos, una chica me dice que el colectivo no pasa más por esa calle y me indica dónde queda la nueva parada. El frío aprieta, llegando a la parada despunta el alba, no reconozco el lugar, fue mí primera noche en este pueblo.
Al llegar a la escuela una compañera me dice: 
-¡Qué cara!  ¡Dónde habrás estado anoche!
-¡Si te cuento no me creerías! Estuve más allá.
Uno se cruza con miles de personas en la calle, pero no se imagina qué pasa dentro de cada una. La realidad no es solo lo que se ve.

La Revelación

La tarde se presentaba lluviosa y pesada, esas tardes de invierno en que la llovizna persistente ya varios días provoca cierto estado de somnolencia permanente. Entre los árboles de la incómoda vereda tres adolescentes se acercan a la puerta del edificio. Los vecinos que observan la escena casi cotidiana saben perfectamente que se reunirán en el “6° b” para hacer de las suyas: drogas, alcohol y amor libertino. Luego alguna madre los denunciará y la policía vendrá a tomarle declaración a Javier y a José Luis. El adolescente número tres, “Lola” mentirá a su madre diciendo que la drogaron y la forzaron – como lo hace siempre – y luego se desdecirá en la comisaría.
El revoque gris del edificio hace ver más desolador el paisaje de lluvia y falta de expectativas del trío adolescente.
Suben los seis pisos en el ascensor, “Javo” se pregunta el por qué de esa vida sin vida que persistentemente se empeña en regresar. A pesar de sus intentos de evadirla.    -No es esto lo que soñé-. Una vez comentó a sus allegados la posibilidad de escapar... ¿una sobredosis? tal vez. Pero la única respuesta que obtuvo fue la burla: -Estás drogado dejá de hablar pavadas.
Entran al departamento de José Luis, éste y Lola toman posesión de la mesa que quedó sin levantar de la noche anterior. Entretanto que Javier se asoma por la ventana. Mira los edificios a lo lejos, observa como el boulevard va semejando una isla en medio de la avenida, cada vez más cubierta de agua. -Se va a inundar– comenta.
Sin revestimiento, las formas se mezclan. Entre dos estados se debate la tierra, se reparte los complace... se queja por las invasiones de estériles intentos de siembra. Tras agónicos suspiros y un silencio se aletargan y se duermen.
La escena de sexo sin amor se instala frente al ventanal como tantas otras veces. Ella enciende un cigarro, José duerme y Javo vuelve a mirar por la ventana. Algo lo preocupa desde hace algunos días. Se abre la puerta de una de las habitaciones y emerge de ella la grotesca imagen de un sexagenario gordo, desalineado y borracho que pasa entre los jóvenes desnudos sin notar su presencia. Es el padre de José.
Se sienta a la mesa que ha provisto de un salamín, unas rodajas de pan de ayer y el “tetra” de costumbre. Su hijo se despierta y arremete contra Lola. El viejo observa como si fuera el noticiero, sin prestarle mucha atención, las copulaciones cloacales que su hijo está manteniendo con “esa menor de edad de la otra vez”. Entretanto Javo está hipnotizado con la imagen de la ventana. Javo parece no oír las declamaciones de Lola. Ni la invitación de su amigo. Abre la ventana y asoma medio cuerpo hacia afuera.
-Pibe, cerrá la ventana- murmura el viejo entrando nuevamente a la habitación. –¡Pelotudo, lo que faltaba que saltes y te tenga que pagar por bueno!- y el golpe de la puerta inunda en su recorrido al recinto de un nauseabundo olor a ratas, mierda y baño orinado.
Afuera de la ventana los ojos de Javo se pierden entre lejanos rascacielos, árboles y horizontes. Tiene la fantasía de ver las aguas retomando por el boulevard como si fueran parte del tránsito. La correntada de desechos urbanos y río marrón va y vuelve de un lado y otro de la avenida.
José y Lola juegan con un espejo y el cuerpo de una birome. Ausentes al mundo. Inmundos de baba y resabios estériles y hediondos. Entretanto Javo abandona el departamento harto de tanta  miseria humana.
Una vez fuera del edificio llega a la esquina y eleva la mirada. Observa de frente al sol que entre las nubes se digna aparecer. Se queda mirándolo en contemplación casi religiosa. Los vecinos observan el extraño accionar del joven, desde atrás de las cortinas. Javo comienza a caminar sin rumbo fijo. Cruza la plaza del ferrocarril. Y continúa la marcha hacia el otro extremo de la ciudad. Camina por más de una hora. Atraviesa los últimos barrios y se interna por un camino vecinal que lo lleva entre las chacras y desemboca contra las estribaciones de la meseta y el canal de riego.
Una fuerza étnica, poderosa... milenaria le obliga a internarse en lo campos más allá del canal que por estas fechas aún está sin agua. Va declinando la tarde y siente pesado el paso por el barro acumulado en su calzado. Está perdido en medio de la nada. Está perdido en su vida, en todo. Pero hay algo que no le permite regresar.  A lo lejos divisa gente, una fogata, un ritual. Una voz en su conciencia le invita a acercarse. Y una suave mano de mujer lo toma dulcemente y lo invita a sentarse en la rueda. –Te esperábamos.
En la rueda hay casi cincuenta personas. Indios todos ellos. Javier recuerda que su abuela alguna vez algo le contó. Pero quién escucha a la abuela. La noche y el frío se ciernen sobre él mientras que la ceremonia da comienzo. Los indios danzan en torno de la ronda y bailan una danza frenética al ritmo de los tambores. Y una joven doncella hermosísimamente nativa lo toma de las manos y lo lleva a bailar.
Luego, sentados en círculo mientras que el sumo sacerdote realiza una invocación. Ella se sienta a su lado y le confiesa su amor eterno. Desde siempre. La ceremonia es interrumpida por los estruendos de varios disparos. Tres en total. Y de entre la maleza surge un cazador avisando que hay varios pumas merodeando  la zona.
Javier se incorpora, se calza un poncho y coloca un lazo alrededor de su cabeza. En ese instante los pumas irrumpen dentro del círculo formado por la ronda ritual. Y se postran a los pies del muchacho. Cesan los tambores, el sumo sacerdote se arrodilla ante él y le dice: -Bienvenido seas, mi Señor.
El oficial cierra la bolsa de plástico azul y, sin pompa, parte la ambulancia... rumbo a la morgue.
Fin