El ser se instaló en el vientre de una joven madre, la lógica del castigo divino implica la anulación total de su memoria, el día en que su nueva vida sea dada en luz; pero el ser se resiste, una vez más, a que el inmenso bagaje intelectual de su vida recientemente cercenada quede otra vez en el vacío nihilista de la nada.
En su transición de la vida a la muerte y de la muerte al parto, discutió acaloradamente con Los Dioses, acusándoles de ser infinita y divinamente injustos. Los necios pero todopoderosos Dioses le transfirieron la responsabilidad de la injusticia por reclamar el favoritismo de la inmortalidad de la memoria del conocimiento, a lo que el ser argumentó tener derecho por no ser un Dios, sino tan solo un mortal, al fin de cuentas, es virtud de los mortales la iniquidad.
Luego de horas de debates, Los Dioses y el ser, llegaron a un acuerdo. No habría una obliteración total de la memoria en el nacimiento de el ser; Pero la recuperaría sólo en parte, en la medida de que su cerebro mortal se fuera desarrollando, acorde a la maduración intelectual del ser humano.
Ajeno al pronunciamiento de el ser, el humano mortal, atado a la realidad tangible del mundo en que vive, sueña con un hijo. Su mujer se halla encinta y el hombre, en la absurda ilusión de trascender (no tan absurda) desea que llegue un varón. Un varón que lleve con orgullo el apellido. De este modo, la parte de la humanidad, que en su rama representa el apellido, no se extinguirá. Y la familia se irá perpetuando.
El ser, inútilmente intenta comunicarse con su padre, inútilmente porque éste cree que la voz que le perturba el sueño es su propio deseo de perpetuidad trasladado al plano onírico. Discuten el hombre, la mujer y la Estrella Lejana, el nombre que darán al nuevo ser, sin saber que el ser ya tiene nombre.
La joven familia visita al médico que informará el avance del embarazo. ¿Qué será esta vez? Se preguntan los padres. La visita al médico despejaría las dudas acerca del sexo del hijo próximo a llegar. Una vez despejadas esas dudas verían cuál sería el nombre pues hasta el momento la especulación se basaba en supuestos y la mayoría de los nombres sobre los que se discutía eran de mujer, ya que las señoras mayores amigas de la familia hipotetizaban el sexo que traería el ser, basándose en su experiencia y en las formas que adoptaba el vientre de la joven madre.
El médico untó un gel frío sobre el vientre que albergaba la vida y comenzó a deslizar una especie de lápiz conectado a una consola y a un monitor. En este último apareció la imagen de el ser y nítidamente se vislumbraba el sexo. El sueño se había cumplido. Era un varón.
La emoción embargó la garganta, los cinco sentidos y el corazón del hombre, el cual no emitió palabra durante los breves minutos en que su mujer se vestía y ambos salían a la calle. Una vez allí, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, balbuceó: Tigre que habla, como quien repite algo que se le susurra. Efectivamente luego de infructuosos intentos de comunicación el ser había logrado que su padre, ese hombre que había detonado la explosión de su nueva vida, lo escuchara.
Ese sería su nombre: Tigre que habla.
Desde muy pequeño llamaba la atención la manera en que el ser miraba al mundo, a pesar de ser un bebé su mirada parecía encerrar una experiencia de años, tenía en su mirada un aire altanero, casi sobrador. Le fastidiaba mucho que le estuvieran demasiado encima, se enojaba cuando no le salía algo que intentaba aprender. Sus reacciones, gestos, cuestionamientos, no eran los esperados para un niño de su edad. Le preocupaba sobremanera la idea de no haber existido antes de su gestación y consecuente nacimiento. Decía haber sido grande cuando sus padres eran niños, comentaba cual había sido su trabajo y daba detalles inexplicables para un niño de tan corta edad.
A los tres años de edad despertó una mañana muy compungido pues había muerto San Martín. Su comentario causó mucha gracia en la familia por el hecho de que ese personaje histórico había muerto, sí, pero hacía más de ciento treinta años. Obviamente el niño se molestó por la burla, al interrogarlo sobre el momento en que había sucedido el deceso este respondió que ayer.
El tiempo pasó y el niño pareció olvidar el episodio, sin embargo, cada vez que se nombraba a San Martín, ya fuera por una dirección, una calle, como prócer o lo que fuera, con voz firme y tono severo decía: - San Martín está muerto.
Cuando el niño tenía ya cuatro años, una tarde iba caminando con su madre por la plaza. De pronto éste saludó a alguien que pasó y preguntó a su madre si había visto quien era. Ante la respuesta negativa le aclaró que era Julio. (un amigo de la familia)
La joven madre infructuosamente intentó explicarle que Julio había fallecido y que no insista en decir que lo había visto porque podía no caerle bien a la familia del difunto. El niño siguió insistiendo en el hecho de que había visto a esa persona y para que su madre le entienda le explicó que Julio no se había muerto sino que se había dormido, como él se había dormido cuando era grande y ellos niños; que después los doctores lo habían curado y había vuelto a nacer pero chiquito de vuelta. De la misma manera le habría sucedido a Julio. Los médicos lo habían ayudado a despertarse.
Con una voz profunda y una pronunciación de persona adulta prosiguió explicando que alguna gente se muere y se muere, como San Martín, y otros muertos se duermen y después los médicos los curan y nacen siendo bebés.
Poco a poco el ser fue recuperando “la memoria”. Los dioses podrán ser necios e injustos; pero nunca traidores.
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