martes, 1 de junio de 2010

La Revelación

La tarde se presentaba lluviosa y pesada, esas tardes de invierno en que la llovizna persistente ya varios días provoca cierto estado de somnolencia permanente. Entre los árboles de la incómoda vereda tres adolescentes se acercan a la puerta del edificio. Los vecinos que observan la escena casi cotidiana saben perfectamente que se reunirán en el “6° b” para hacer de las suyas: drogas, alcohol y amor libertino. Luego alguna madre los denunciará y la policía vendrá a tomarle declaración a Javier y a José Luis. El adolescente número tres, “Lola” mentirá a su madre diciendo que la drogaron y la forzaron – como lo hace siempre – y luego se desdecirá en la comisaría.
El revoque gris del edificio hace ver más desolador el paisaje de lluvia y falta de expectativas del trío adolescente.
Suben los seis pisos en el ascensor, “Javo” se pregunta el por qué de esa vida sin vida que persistentemente se empeña en regresar. A pesar de sus intentos de evadirla.    -No es esto lo que soñé-. Una vez comentó a sus allegados la posibilidad de escapar... ¿una sobredosis? tal vez. Pero la única respuesta que obtuvo fue la burla: -Estás drogado dejá de hablar pavadas.
Entran al departamento de José Luis, éste y Lola toman posesión de la mesa que quedó sin levantar de la noche anterior. Entretanto que Javier se asoma por la ventana. Mira los edificios a lo lejos, observa como el boulevard va semejando una isla en medio de la avenida, cada vez más cubierta de agua. -Se va a inundar– comenta.
Sin revestimiento, las formas se mezclan. Entre dos estados se debate la tierra, se reparte los complace... se queja por las invasiones de estériles intentos de siembra. Tras agónicos suspiros y un silencio se aletargan y se duermen.
La escena de sexo sin amor se instala frente al ventanal como tantas otras veces. Ella enciende un cigarro, José duerme y Javo vuelve a mirar por la ventana. Algo lo preocupa desde hace algunos días. Se abre la puerta de una de las habitaciones y emerge de ella la grotesca imagen de un sexagenario gordo, desalineado y borracho que pasa entre los jóvenes desnudos sin notar su presencia. Es el padre de José.
Se sienta a la mesa que ha provisto de un salamín, unas rodajas de pan de ayer y el “tetra” de costumbre. Su hijo se despierta y arremete contra Lola. El viejo observa como si fuera el noticiero, sin prestarle mucha atención, las copulaciones cloacales que su hijo está manteniendo con “esa menor de edad de la otra vez”. Entretanto Javo está hipnotizado con la imagen de la ventana. Javo parece no oír las declamaciones de Lola. Ni la invitación de su amigo. Abre la ventana y asoma medio cuerpo hacia afuera.
-Pibe, cerrá la ventana- murmura el viejo entrando nuevamente a la habitación. –¡Pelotudo, lo que faltaba que saltes y te tenga que pagar por bueno!- y el golpe de la puerta inunda en su recorrido al recinto de un nauseabundo olor a ratas, mierda y baño orinado.
Afuera de la ventana los ojos de Javo se pierden entre lejanos rascacielos, árboles y horizontes. Tiene la fantasía de ver las aguas retomando por el boulevard como si fueran parte del tránsito. La correntada de desechos urbanos y río marrón va y vuelve de un lado y otro de la avenida.
José y Lola juegan con un espejo y el cuerpo de una birome. Ausentes al mundo. Inmundos de baba y resabios estériles y hediondos. Entretanto Javo abandona el departamento harto de tanta  miseria humana.
Una vez fuera del edificio llega a la esquina y eleva la mirada. Observa de frente al sol que entre las nubes se digna aparecer. Se queda mirándolo en contemplación casi religiosa. Los vecinos observan el extraño accionar del joven, desde atrás de las cortinas. Javo comienza a caminar sin rumbo fijo. Cruza la plaza del ferrocarril. Y continúa la marcha hacia el otro extremo de la ciudad. Camina por más de una hora. Atraviesa los últimos barrios y se interna por un camino vecinal que lo lleva entre las chacras y desemboca contra las estribaciones de la meseta y el canal de riego.
Una fuerza étnica, poderosa... milenaria le obliga a internarse en lo campos más allá del canal que por estas fechas aún está sin agua. Va declinando la tarde y siente pesado el paso por el barro acumulado en su calzado. Está perdido en medio de la nada. Está perdido en su vida, en todo. Pero hay algo que no le permite regresar.  A lo lejos divisa gente, una fogata, un ritual. Una voz en su conciencia le invita a acercarse. Y una suave mano de mujer lo toma dulcemente y lo invita a sentarse en la rueda. –Te esperábamos.
En la rueda hay casi cincuenta personas. Indios todos ellos. Javier recuerda que su abuela alguna vez algo le contó. Pero quién escucha a la abuela. La noche y el frío se ciernen sobre él mientras que la ceremonia da comienzo. Los indios danzan en torno de la ronda y bailan una danza frenética al ritmo de los tambores. Y una joven doncella hermosísimamente nativa lo toma de las manos y lo lleva a bailar.
Luego, sentados en círculo mientras que el sumo sacerdote realiza una invocación. Ella se sienta a su lado y le confiesa su amor eterno. Desde siempre. La ceremonia es interrumpida por los estruendos de varios disparos. Tres en total. Y de entre la maleza surge un cazador avisando que hay varios pumas merodeando  la zona.
Javier se incorpora, se calza un poncho y coloca un lazo alrededor de su cabeza. En ese instante los pumas irrumpen dentro del círculo formado por la ronda ritual. Y se postran a los pies del muchacho. Cesan los tambores, el sumo sacerdote se arrodilla ante él y le dice: -Bienvenido seas, mi Señor.
El oficial cierra la bolsa de plástico azul y, sin pompa, parte la ambulancia... rumbo a la morgue.
Fin

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